29.12.14

Mágicamente, Martina.


- También soy una gran embustera. 
- La mayor que he conocido en mi vida.


Yo era un mago sin más aspiración que los pocos trucos que como ilusionista desempeñaba en la Vía del Corso. Jugaba con las palabras hasta conseguir lo que deseaba, pero ya se sabe que el deseo culmina con la posesión. Esto me impedía ser feliz. Y así pasaban mis días.

Recuerdo que aquella mañana estaba yo sentado en una plaza ejerciendo mi labor cuando la vi. 
Tenía el cabello por la cintura y se contoneaba de un lado a otro atravesando las miradas de los más curiosos.
Dejé a un lado lo que estaba haciendo para dedicarle lo que mejor sabia: el don de la palabra.
Crucé con ella no más de cinco, pero Martina que así se llamaba, pudo entender que no era yo más que un ilusionista buscando un poco de ilusión.
Siempre había utilizado esta magia, la elocuencia, con el fin de persuadir: embaucar a mujeres, tener éxito en los negocios, ser el más alabado…
Llegando a creerme único en una sociedad banalizada. Pero sencillamente sin pretenderlo me había hecho completamente dependiente de la opinión de los demás, que solo me conocían por las pocas palabras que, aunque seleccionadas sin desdén, empleaba con todo aquel que me cruzaba.
Pero aquella vez era diferente, y lo comencé a saber con el paso de las semanas. 
Era una mañana de domingo, y despertó con la luz entre las persianas pensando en comprar una cortina violeta para tener una luz rojiza en aquella ordenada habitación. 
Estaba llena de fotografías antiguas y un póster de Audrey Hepburn y Gregory Peck justo encima de la cama repleta de mantas.
Martina tenía la cualidad de despertar de buen humor. Era extraño como afrontaba el día de la mejor manera, su lado más positivo le visitaba en ese momento y lo enfrentaba como una nueva aventura: dispuesta a luchar contra todo para conseguir lo que se propusiera.
      Mientras se desvestía me contó que uno de los símbolos que más le identificaban era una brújula. Me pareció curioso su tatuaje en el costado que reflejaba un artilugio familiar. Entonces, dijo: muchas personas se dejan llevar por direcciones, sin saber que no hay una más correcta y exacta que donde tú quieras llegar.
Y comprendí el significado de aquella brújula, la de Jack Sparrow, la de una Martina ilusa, soñadora pero también ambiciosa.
De esta manera, descubría las sorpresas que guardaba esta chica.
Una parte de ella estaba repleta de esperanzas y sueños, y tenía un brillo que le hacía ser alguien especial. Irradiando magia como el mejor de los magos, algo que le hacía vivir los momentos más alucinantes con el control de su propia mente. Un hechicero que cambiaba el transcurso de algunas situaciones con un único conjuro: su buena actitud. Logrando en ocasiones ser escapista de las más arduas ataduras y cadenas imposibles de quebrar.
     Así, yo pensaba que todo era seguridad y confianza en ella misma, pero a veces, en la oscuridad aparecían sus peores demonios, y su conducta hedonista se distinguía entre velas y suspiros. Y permanecía horas y horas entre los dos, en un mundo de tentaciones que ella misma provocaba con picardía envuelta en miradas y amplias sonrisas que denotaban que buscaba algo más que besos apresurados en terrazas con encanto incomparable al suyo.
Puede ser que la combinación de mis palabras y su control fuera lo que hiciera de nosotros que aquella fantasía lograra ser el más real de mis sueños.
Yo nunca había sentido que había algo que no podía conseguir. Pero ahí estaba ella, tan imprevisible, tan diferente, que en raras ocasiones podía adivinar que era lo que estaba pensando. Era una incógnita que solo dejaba resolverse por fascículos.
Y en esa situación me encontraba yo, un encantador de palabras. Jugando a un juego tan diferente, que me llevaba a cuestionarme todo lo anterior. 
Sin saber aún quién iba a salir perdiendo, yo intentaba, como buen italiano, ser  un buen amante con mis trucos, con aquella retórica que había dejado de ser un engaño para convertirse en una manera de expresar esta fantástica realidad. 
Martina, que dulce podías llegar a ser con cada detalle. Con aquellos ojos verdes, que escondían además de el mejor de los tesoros, debilidades.
Si preguntabas por ella, solo hablaban de sus cualidades, de su independencia, de su libertad.
Pero con el paso del tiempo descubrí que era todo una máscara, tras la cual se escondían tantas inseguridades como las de cualquier ser humano.

Pero sin duda el día que más recuerdo ahora acostado en esta fría habitación es aquel que pasamos tomando una copa de vino en Piazza Navona, y me confesó que necesitaba el cambio que esta ciudad le había ofrecido. 
Los momentos no se eligen, los momentos te eligen dijo con determinación cuando le pregunté si creía que Roma era el lugar adecuado para encontrar el amor. 
Lo recuerdo tanto porque fue el principio. El principio del fin de toda cordura, de la locura, del tiempo como lo conocemos, ¿cual de los dos realismos era el realista? 
No había sabido decirme si Roma era el lugar para el amor, pero sí me dijo que para encontrarse a uno mismo, y eso al fin y al cabo era, el primer paso para encontrar el amor.